Jornada por la Vida 25 de marzo de 2019 El amor cuida la vida





 Equipo provincial de Pastoral Familiar

Provincia Nuestra Señora de Guadalupe.




Jornada por la Vida 25 de marzo de 2019
El amor cuida la vida
Subcomisión Episcopal española
para la Familia y la Defensa de la Vida,

«Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios» (1 Jn 4, 16). Es la Buena Noticia que la Iglesia ha recibido como un tesoro magnífico y que ha de proclamar a tiempo y a destiempo. En cuanto anuncio, despierta la esperanza de las personas que sienten el amor y la llamada a amar como algo suyo.

Frente a una idea de un Dios lejano que nos ha dejado solos y al que no interesan las cuestiones humanas, se nos presenta una verdad muy diferente de la cercanía de Dios en todas nuestras cosas, incluso las más cotidianas. San Juan sabe que lo que verdaderamente mata el amor es la indiferencia y revela entonces que ese deseo profundo de amor que hay en el corazón humano tiene una fuente que muchas veces desconoce la persona y que se le puede manifestar.

Los cristianos estamos llamados a manifestar ese amor. Es el mismo san Juan el que declara en primera persona: «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16). La Iglesia, al recibir esta misión, es bien consciente de que «el amor se debe poner más en las obras que en las palabras» (San  Ignacio de Loyola , Ejercicios espirituales [230])
Que repetir palabras de amor sin que de verdad cambie algo en la vida es un modo de falsearlas.

Dios ha hecho suyo, por amor, todo lo que el ser humano vive, y desea comunicarle lo más grande: «he venido para que tengan vida y una vida abundante» (Jn 10, 10). Cristo, al resumir así su propia misión, no ignora el dolor y el abandono de muchas personas. Más bien es esta debilidad humana la que le impulsa a manifestar su amor. Conocer esta verdad del corazón de Cristo nos obliga a reconocer que: «La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia (…). La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo»(FrancISco, bula Misericordiae Vultus, n. 10)

Unidos en un único amor Creer en el amor que Cristo nos tiene y al que nos llama implica una «lógica nueva» que necesariamente hemos de asumir y enseñar. Es verdad. Como dice el papa Francisco: «El amor mismo es un conocimiento, lleva consigo una lógica nueva. Se trata de un modo relacional de ver el mundo, que se convierte en conocimiento compartido, visión en la visión de otro, o visión común de todas las cosas»(  Francisco, carta encíclica Lumen fidei, n. 27.)

Se trata de hacer nuestro un amor incondicional, anterior a las circunstancias concretas y a los estados de ánimo por los que podemos pasar. Esta condición rescata al amor humano de ser solo una “chispa” incapaz de servir plenamente a la vida (Benedicto XVI, carta encíclica Deus caritas est, n. 17: «Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor».)

El amor de Dios Padre al hombre es una «roca firme» (cf. Mt 7, 24-27) ante los ríos que chocan contra la casa y tienden a hacer líquidos el amor y la sociedad. Es un amor que permanece. De otro modo, se «cede a la cultura de lo provisorio, que impide un proceso constante de crecimiento» (Francisco, exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia, n. 124)

La universalidad de la experiencia del amor requiere un aprendizaje. En esto observamos grandes carencias en nuestra cultura actual que inunda a las personas de reclamos emotivos, pero no las acompaña en ese camino de crecimiento en el amor verdadero. El papa Francisco llama la atención acerca del pernicioso emotivismo ambiental que puede disfrazar el egoísmo en la pretendida sinceridad de las emociones. Es verdad: «creer que somos buenos solo porque “sentimos cosas” es un tremendo engaño» ( Francisco, Amoris laetitia, n. 145.)

Amantes de la vida Solo es posible ver en verdad la vida humana desde la luz de ese amor primero de Dios, donde encuentra su verdadero origen. Esto es lo que hace proclamar a la Iglesia con fuerza: «la vida es siempre un bien» (San Juan Pablo II, carta encíclica Evangelium vitae, n. 34.)

Ha nacido de ese amor primero y por eso pide ser acogida y reconocida como digna de ser amada. No hay vidas humanas desechables o indignas que puedan ser por eso mismo eliminadas sin más. Dios es el garante de su vida: «Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial» (Mt 18, 10). Reconocer la dignidad de una vida es empeñarse en conducirla a su plenitud que está en vivir una alianza de amor.

Hemos de esmerarnos especialmente con «los pequeños», es decir, los más necesitados por tener una vida más vulnerable, débil o marginada. Aquellos que están por nacer y necesitan todo de la madre gestante, aquellos que nacen en situaciones de máxima debilidad, ya sea por enfermedad o por abandono, aquellos que tienen condiciones de vida indignas y miserables, aquellos aquejados de amarga soledad, que es una auténtica enfermedad de nuestra sociedad, los ancianos a los que se les desprecia como inútiles, a los enfermos desahuciados o en estado de demencia o inconsciencia, a los que experimentan un dolor que parece insufrible, a los angustiados y sin futuro aparente.

La Iglesia está llamada a acompañarlos en su situación para que llegue hasta ellos el cuidado debido que brota de la llamada a amar de Cristo: «haz tú lo mismo» (Lc 10, 37).

La Iglesia, consciente de ello, se empeña con las personas de buena voluntad en la construcción de una sociedad del cuidado de la vida en todas sus manifestaciones, cuidado que nace de la conciencia de la verdadera responsabilidad ante el otro. «Esta capacidad de servicio a la vida y a la dignidad de la persona enferma, aunque sea anciana, mide el verdadero progreso de la medicina y de toda la sociedad» (Francisco, Discurso a la Plenaria de la Pontificia Academia de la Vida (15.III.2015): AAS 107 (2015), 275.)

Esto significa de verdad amar la vida, anunciar que es un bien, celebrar su acogida y crecimiento y, mediante el testimonio, saber denunciar lo que la desprotege, la aísla, la abandona o la considera sin valor. Sí, hemos de romper con una «cultura del descarte» tan perniciosa para la vida de los hombres ( Cf. Francisco, exhortación apostólica Evangelii gaudium, n. 53.)

Ante las amenazas y los peligros contra la vida No es sencillo recibir el don de la vida y acompañarlo. Ese amor completo a la vida supone sacrificio y pasa por la prueba del dolor. La compasión que sabe participar del dolor ajeno es en verdad una muestra de humanidad. Somos capaces de vivir una especial solidaridad en medio del sufrimiento. Por ello, sufrir no es simplemente un absurdo que debe ser eliminado, sino que, entre otras dimensiones, es una llamada a una respuesta de amor que puede encontrar un sentido más grande.

 La respuesta del amor frente al sufrimiento es un gran bien porque la misericordia no es solo compadecer, sino que tiende a establecer una alianza con el otro (  Cf. FrancISco, Amoris laetitia, n. 64. )

De otro modo, sería una falsa compasión que puede poner en juego la dignidad humana (Cf. FrancISco, Discurso a una representación de médicos españoles y latinoamericanos (9.VI.2016): AAS 108 (2016), 727-728)

El cristiano sabe que Cristo ha asumido el sufrimiento humano. No lo ha eliminado, ni lo ha explicado, sino que lo ha hecho suyo, y lo ha iluminado con su amor. Es la única respuesta total a la gran pregunta: «¿cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía?» (Concilio ecuménico Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, n. 10.)

La gran manifestación del amor del Padre es que ha entregado a su Hijo en la Cruz (cf. Jn 3, 16), por lo que podemos decir con san Pablo: «me ha amado y se ha entregado por mí» (Gál 2, 20). Si como dice el Apóstol de los gentiles «nuestro vivir es Cristo» (cf. Gál 2, 20), lo hemos de manifestar en el cuidado de los hermanos.

El Evangelio de la vida debe iluminar el sentido de vivir desde el amor. Esto es, reconocer los bienes relacionales, espirituales y religiosos de nuestro existir ( Cf. FrancISco, Discurso al Congreso de la Asociación de Médicos Católicos Italianos en el 70.º aniversario de su fundación (15.XI.2014): AAS 106 (2014), 976.)

Aparece la necesidad de no dejar solo al enfermo, de establecer una relación íntegra con él. Esto incluye el deber de curar esa enfermedad tan grande de nuestra sociedad que es la de la soledad y el abandono. Es cierto: «El deseo que brota del corazón del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente la tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba» (San Juan Pablo II, Evangelium vitae, n. 67.) Es lo que permite humanizar la sociedad para que se descubra en esa relación fraterna la presencia de Dios que da sentido a ese dolor.

Una tarea con sabor profético: «un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado». Somos testigos verdaderos de ese Dios amante de la vida, precisamente porque somos capaces de transmitir una esperanza. Es lo que los profetas a lo largo de los siglos realizan como expresión de un Dios que se hace presente en cada momento de la historia, llamando la atención de esos signos que dan vida.

La esperanza siempre está puesta en un ser humano que nace, en una vida que se desarrolla. La luz que recibe el pueblo es que «un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9, 5). En una vida que acogemos y que vemos crecer es donde el hombre puede esperar algo nuevo, capaz de cambiar este mundo, porque nace de un amor primero y generoso de Dios y está llamada a desarrollarse amando.

Creer en ese amor saca del ser humano lo mejor de sí mismo y le permite superar los obstáculos. Así es posible que se genere la esperanza por algo nuevo que está brotando y que pide la atención de todos (cf. Is 43, 18). Es el testimonio dirigido a los hombres y mujeres de buena voluntad que pueden responder a este signo y que nos hace constructores de una civilización del amor (  Cf. san Pablo VI, Homilía en la misa de clausura del año Santo (25.XII.1975), AAS 68 (1976) 145. La hace suya Francisco en la carta encíclica Laudato si’, n. 321.), capaz de superar las amenazas de muerte: «En una civilización en la que no hay sitio para los ancianos o se los descarta porque crean problemas, esta sociedad lleva consigo el virus de la muerte»(  Francisco, Catequesis (4.III.2015)).. Quienes formamos parte de esta sociedad, sus gobernantes, sus responsables y de modo particular quienes trabajan en el ámbito del cuidado y de la salud estamos llamados a responder con verdad a esta necesidad urgente de construir una sociedad basada en la confianza mutua y el acompañamiento en el servicio a la vida que llega también a los más necesitados y los alienta en su camino.

Una tarea común por parte de la Iglesia, con la alegría de vivir El amor a la vida en todas sus manifestaciones es la respuesta primera al don que todos hemos recibido en nuestra existencia y que nos une por eso en un mismo camino donde Cristo es el dador de vida, precisamente desde la cruz. La respuesta a la acción profética que nos pide el amor de Dios y nos hace colaborar en la construcción de esta sociedad, es una fuerza que exige una verdadera comunión eclesial. Se trata de responder como un «Pueblo de la vida»  ( San Juan Pablo II, Evangelium vitae, n. 6.) ,consciente de la necesidad de ir sembrando este sentido grande de una vida en plenitud. Nadie en la comunidad eclesial puede sentirse ajeno a esta llamada tan directa y amorosa por parte del Padre Dios.

En el fondo, el testimonio de nuestra alegría es la respuesta verdadera al Dios amante de la vida. Un gozo que nace de la certeza de la fe en un Dios que es amor, de que: «Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable» ( Francisco, Evangelii gaudium, n. 3.)

Comunicar el gozo de un sentido grande de vivir es la misión que todo cristiano recibe de Cristo y que consiste en: «dejarse llevar por el Espíritu en el camino del amor, de apasionarse por comunicar la hermosura y la alegría del Evangelio y de buscar a los perdidos en esas inmensas multitudes sedientas de Cristo» (Francisco, Gaudete et exultate, n. 57.)

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